viernes, 10 de abril de 2009


Hay muchos locos sueltos afuera; siempre los hubo a través de la historia. John Nash, Beethoven, Van Gogh, José María Arguedas, Ernest Hemingway, y otras eminencias, que marcaron un hito en la historia, sufrieron de severos desórdenes mentales como la esquizofrenia y la depresión mayor, exhibiendo de esa manera un lado oscuro dentro de sus “mentes brillantes”.

Vicente Gómez Romero, alguien que de repente nunca llegue a ser una celebridad mundial, parece haber perdido la fórmula para conectar su mente con la realidad gracias a una mujer que conoció hace mucho tiempo.

Todo empieza en Rusia. Vicente recibió una beca para estudiar Ingeniería Química en la Universidad de Moscú. Su afición por la física cuántica y su gran destreza al desarrollar ecuaciones diferenciales permitieron que él destaque como uno de los mejores alumnos de su clase dentro de la casa de estudios superiores. El tiempo transcurrió, una estudiante universitaria de procedencia latina llamada Andrea Flores apareció en su vida; sin embargo, él nunca pudo manifestarle sus sentimientos debido a su introvertida personalidad. Poco a poco, ese sentimiento se transformó en una terrible obsesión por la joven, causándole una profunda depresión. La locura lo atacó; las aulas universitarias fueron reemplazadas por las friolentas plazuelas de la ciudad donde solía pasar horas sentado sin hacer nada y casi después de un lustro, a la edad de 22 años, Vicente tuvo que dejar los estudios. En 1979, él regresa al Perú para ser atendido por su familia.

Ahora, con 53 años encima y un aspecto físico deteriorado, el hombre de ciencias vive con el recuerdo de aquellos días gloriosos en los que triunfaba lejos de su país. Además, siempre tiene presente la fantasía de Andrea, a quien ya no recuerda como latina sino como africana.

La esquina que une dos joyas (calles Los Diamantes y Las Esmeraldas) en la Urbanización Santa Inés es el lugar donde Vicente observa todo el movimiento generado (gente, autos, animales que pasan) en distintas horas del día.

Es medianoche, es uno de esos días silenciosos en las que el peligro parece no llegar por estos lares. Vicente está convencido de que la embajada rusa le enviaría su pasaporte para regresar a Moscú y culminar con su investigación sobre el cosmos. De pronto, una señorita vestida con un saco grande de gamuza y un faldón de casimir pasa por el otro lado de la acera. “Es Andrea”, dice él con voz altisonante. La muchacha voltea asustada, cree que se trata de un ladrón. La imagen de la damisela, dueña de sus fantasías, se ve encarnado en la transeúnte. La ropa que lleva puesta le recuerda a las prendas que usaba Andrea en aquellas épocas frías en el país soviético Su fogosidad se acelera su rostro está congestionado de alegría. Él continúa pronunciando su nombre agregando que esta vez ya nadie los separará. El temor de la joven se transformó en pavor. Vicente corre hacia la chica. La joven pega un grito. Afortunadamente, el señor Magán, quien se encarga de la vigilancia nocturna, lo detiene. Algunos vecinos se asoman por sus ventanas y con ánimo quejoso le piden que por favor se meta a su casa. Cuando miro al otro lado, veo a la joven cruzar la esquina con la rapidez de una maratonista. Magán, muy serio, me dice que eso sucede con mucha frecuencia cuando está en su luna.

Cuando Vicente regresa a la misma esquina al lado mío, levanta la mirada al cielo y con una sonrisa de oreja a oreja expresa: “El tamaño medio de un átomo es de unas diez millonésimas de milímetro, es decir, el equivalente al diámetro de un millón de cabellos”. Nunca imaginé volver a escuchar sobre física desde que salí del colegio. Entonces, le pregunto si su intención fue comprobar la agitación de dichos átomos en la testa de la señorita o simplemente tocar a Andrea. Vicente asiente con un leve movimiento de cabeza y luego manifiesta que fueron las dos cosas.

Su estado de ánimo cambia de repente; ya no dice nada, su mirada está enterrada en el piso y su mano toca su rostro invadido por el tedio. Me parece estar viendo a César Vallejo y su típico gesto de aburrimiento mientras se sienta en una banca parisina. Prende un cigarro; la panacea contra cualquier mal. Es la cuarta cajetilla; la última de la noche. El silencio se apodera una vez más de la calle y él sigue afirmando que era Andrea la que caminaba por ahí. Magán, desde la otra esquina le pregunta acerca de la chica. “Se fue con Giorgio, el africano”, le responde el vetusto soñador. Vicente observa la fachada de una bodega donde inscripción es exhibida: “Andrea, Te Adoro”; definitivamente él no fue quien la pintó. Vicente confiesa que jamás se le mandó a pesar de que hablaban con frecuencia. Sólo se le presentó una oportunidad de manifestarle su cariño; sin embargo él pensó que no era lo suficiente bien parecido para estar con ella y tiró la toalla cuando se enteró que ella ya había elegido a Giorgio como pareja. A pesar de ello, él no le guarda rencor; sin embargo, parece que se detesta a sí mismo por no haber concretado su declaración.

“Los seres pensantes no necesitan de la apariencia”, habla un Vicente con un gesto un poco más animado. Para él, ahora, lo más importante es saber expresarse ante una mujer.

“Es hora de irme, el Sputnik será lanzado dentro de media hora en el 345”, exclama como si en realidad fuera a perderse del viaje de su vida. Su semblante ha cambiado, Vicente nos menciona, en voz baja, que debe construir un ordenador cuántico esta noche para teletransportarse a la velocidad de la luz. Según él, es una buena hora para que los cuerpos irradien una longitud de onda. Luego, nos promete que regresaría para visitarnos en 25 años.

Magán y yo no tuvimos otro remedio que desearle suerte en su viaje. Otra vez, coge su bolsillo, saca el último caribe, mira al cielo y dándole gracias a Lenin por las estrellas del firmamento que le recuerdan a las del partido comunista ruso, se dirige al 345, su casa en la calle Los Diamantes.

“Allá voy Andrea, esta vez te lo diré, por las estrellas”, le grita al cielo como si las probabilidades de la imaginación pudieran resistir ante toda negativa que nos da la razón.